Es uno de los grandes vitrales del templo y éste recrea la escena de la adoración al Niño Jesús en Belén.
El padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, observa que "si alguien mira las vidrieras de una antigua catedral desde la calle, no verá más que trozos de vidrio oscuros unidos por tiras de plomo negro; pero si atraviesa el umbral y las mira desde dentro, a contraluz, entonces verá un espectáculo de colores y de figuras que lo dejan sin respiración".
Él aplica luego esta observación a la Iglesia, a cuán diferente se ve desde adentro que desde afuera. Pero me permito tomar su imagen para aplicarla al alma misma.
Y es que el alma es templo de Dios. Allí mora Dios y le imprime su propia belleza... Fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios... En nuestro interior se proyecta su hermosura... como esta imagen del Niño del vitral... Pero desde afuera difícilmente lo podemos ver, sea que se trate de nuestra alma o la de otras personas... hay que entrar, con sumo respeto porque es templo de Dios, y contemplar desde dentro lo que el mismo Dios que eligió morar allí ve...
Santa Teresa de Jesús dice que, como el sol resplandece en el cristal, así Dios da a la persona "resplandor y hermosura" en el "centro de su alma".
Teresa no habla de catedrales con vitrales pero sí de algo que en un punto se les parece: un castillo, hermoso por dentro, donde habita el Rey con una luz que ilumina cada rincón.
En el primer capítulo de "Las Moradas" o "El Castillo Interior", la santa de apÁvila nos invita a "considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas", y afirma que "no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites".
"Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos creó a su imagen y semejanza", escribe Teresa.
La santa apunta que, pese a esta "gran dignidad y hermosura" del alma, muchas veces no sabemos quiénes somos, ignoramos o pocas veces consideramos "qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella", y así tenemos poco cuidado en tratar de "conservar su hermosura".
Pues toda esa belleza está, pero dentro. Es como los vitrales de la catedral: no se los puede apreciar desde afuera. Hay que entrar... no solo asomarse un poco... sino bastante, hasta las habitaciones más reservadas del castillo, hasta el ábside de la catedral... y no unos minutos, como quien se da un paseo corto por el lugar, sino mucho tiempo.
Dice santa Teresa que hay muchos que se pierden de descubrir esta belleza y de conocer a Quien los habita porque viven "en la ronda del castillo", es decir, fuera de sí mismos, volcados a las cosas exteriores, tratando "con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo" cuando podrían "tener su conversación no menos que con Dios" si entrasen en su propia alma.¿Y cómo se entra allí? Responde Teresa: "A cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración". ¿Y qué es la oración? ¡Lean a santa Teresa!
"Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable (...).
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera".
San Agustín, "Confesiones".
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