Este pesebre, de una sola pieza, lo compré en Buenos Aires en diciembre de 2015.
Un par de alas cobija el nacimiento de Jesús, signo del amor de Dios Padre.
En los salmos aparece varias veces esta figura, la de las alas de Dios, para expresar la protección, el refugio, el amparo que prodiga Dios.
"Guárdame como a la niña de los ojos, a la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me asaltan, del enemigo mortal que me acorrala" (Salmo 17).
"Piedad de mí, oh Dios, piedad, que me refugio en ti; me refugio a la sombra de tus alas, hasta que pasa la calamidad" (Salmo 57).
"Te cubrirá con sus plumas, y bajo sus alas te refugiarás" (Salmo 91).
Esas alas no solo son un escondite en el que refugiarse, una barrera de protección ante el mal. Son también casa, "tienda de Dios", calor de hogar que nos hace pedir: "Quiero hospedarme siempre en tu tienda, refugiado al amparo de tus alas" (Salmo 61).
Y en ese hogar de las alas de Dios que nos cobija hay un bien que se nos ofrece, la fuente misma de la Vida y la Luz verdadera: "¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se refugian a la sombra de tus alas, se sacian con la abundancia de tu casa, les das a beber en el río de tus delicias; porque en ti está la fuente de la vida y con tu luz vemos la luz" (Salmo 36).
Quizá llegamos a refugiarnos bajo esas alas huyendo de una tempestad o de un enemigo, con miedo, desesperación. Pero hechas hogar, esas alas se vuelven espacio de unión con Dios y, por tanto, de felicidad: "Tú has sido mi ayuda y a la sombra de tus alas salto de gozo. Mi vida está unida a ti y tu mano me sostiene" (Salmo 63).
Jesús nació bajo estas alas del Padre y a su sombra vivió. Conocía tan bien los tesoros de gracia escindidos bajo estas alas que deseó Él mismo poder reunir a los suyos bajo ese plumaje, como una gallina lo hace con sus pollitos (Mateo 23, Lucas 13). Lo dijo queriéndolo para Jerusalén y lamentando su rechazo. Y Jesús derramó lágrimas por Jerusalén...
Unos meses antes de morir, el 7 de junio de 1897, santa Teresa del Niño Jesús también lloró al ver esta escena en un rincón de su Carmelo de Lisieux.
En las "Últimas conversaciones", recogidas por su hermana Paulina -la Madre Inés de Jesús-, se cuenta cómo aquel día, Teresita, “al bajar las escaleras, vio, a la derecha, bajo el níspero, a la gallinita blanca que tenía a todos sus polluelos recogidos bajo las alas".
"Se paró muy pensativa a contemplarlos. Al cabo de un rato, le hice señas de que era hora de volver a entrar. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Le dije: '¿Estáis llorando?'. Entonces se cubrió los ojos con la mano, llorando más, y me respondió: 'No puedo deciros en este momento por qué lloro; me siento demasiado emocionada...'".
Por la noche, ya en su celda, Teresa le confió a Paulina el por qué de sus lágrimas: "He llorado al pensar que Dios escogió esa comparación para hacernos creer en su ternura. Eso es lo que ha hecho Él durante toda mi vida. ¡Me ha escondido enteramente bajo sus alas!”.
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