Está en el vestíbulo del bautisterio de mi parroquia, la Basílica de María Auxiliadora, en Buenos Aires.
El cuadro presenta una escena hogareña del Niño Jesús, María y José. Lo he contemplado, sin exagerar, decenas de veces y siempre mi atención se ha posado sobre el rostro de José. Hay algo en su expresión que me resulta indescifrable o, por lo menos, inefable.
José y el Niño Jesús se miran el uno al otro, a los ojos, sin tensiones al sostener la mirada.
La expresión de Jesús me resulta clara: ternura, inocencia, confianza de hijo...
Pero la expresión de José se torna diferente cada vez que contemplo el cuadro. Hay veces que veo en sus ojos puro amor paternal, un papá adoptivo que como todo padre mira a su hijo como lo más bello de su vida y piensa que su niño es el mejor de todos.
Otros días encuentro una expresión más risueña en José. Me parece que corresponde con la mirada al semblante gracioso del pequeño Jesús, a punto de soltarse de las manos de María, saltar de la mesa y arrojarse a los brazos de José...
Y otras veces lo que veo es diferente. Veo a José como un orante, arrodillado ante el Misterio que es Jesús. Veo en sus ojos fascinación y, por momentos, hasta desconcierto.
Creo en realidad que todas estas miradas se dan en simultáneo y expresan, de un modo artístico, la singular experiencia de fe inaugurada por José de vivir cada día, cada segundo, en estrecha comunión con Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre.
La experiencia de José de vivir con Jesús abrió un camino. Nos demuestra que Dios quiso y quiere vivir con nosotros, compartir nuestra vida en el día a día, de un modo cercano, familiar.
En esa experiencia de su Presencia continua se nos regala el conocer a Jesús íntimamente, el tratarlo con mucha frecuencia, con total confianza, con cariño, cercanía. Mirarlo a los ojos, ver que Él nos mira también, dialogar, abrazarlo, compartir la vida...
En esta convivencia cotidiana vamos conociendo Quién es Jesús. Y habrá momentos en que nos sintamos desconcertados por su modo de ser "Dios-con-nosotros".
Pienso que esa experiencia la habrá tenido José muchísimas veces y que se habrá preguntado cómo es que Dios se dejaba acunar, alimentar y enseñar por él, cómo es que Dios, hecho Hombre, le obedecía, cómo es que se curtía las manos trabajando como él...
Hay momentos en que percibimos que el Señor también actúa así con nosotros y, siendo Dios, se pone en nuestras manos, pobres instrumentos, para llegar a otros, se abaja hasta nuestras pobrezas, quiere compartir nuestra vida cotidiana, no le teme a nuestras oscuridades, no se escandaliza ante nuestras caídas, respeta nuestra libertad, "mendiga" nuestro amor, nuestra atención... y esto, ciertamente, desconcierta, y nos deja mudos, fascinados y arrodillados ante un misterio que supera nuestro entendimiento, como José en el cuadro.
José vivió con el rostro vuelto a Dios en el día a día. Literalmente. Fue verdadero contemplativo, verdadero orante.
En la pura fe, acogió el Misterio de Dios, lo cuidó como un tesoro, lo guardó en su hogar, lo hizo el centro de su vida...
Y fue verdadero servidor, amando a Jesús y María en el trabajo diario.
Y ambas cosas -contemplación y acción- se daban en José de un modo natural, sin divisiones interiores, sin tensiones... podía animar a su pequeño a lanzarse a sus brazos, cual tierno juego entre padre e hijo, y, al mismo tiempo, hincarse en silencio en lo profundo de su corazón ante ese Misterio inefable del Dios hecho Hombre.
Dice el sacerdote francés Jean Lafrance (1931-1961) que el hombre es oración, que su verdadera naturaleza es ser oración: "Caminar, respirar, trabajar, mirar las cosas más humildes, y no digamos el rostro del hermano, te da una sensación de plenitud, una capacidad de estar presente en ese guiño de Dios que es el instante presente. Es la experiencia de la resurrección en el tiempo. Los grandes hombres espirituales llegan con ello a lo que se llama la oración espontánea u oración ininterrumpida". "Para el que ha recibido el don de la oración del corazón, este estado de oración ininterrumpida es una fuente de liberación, pues la oración anima todas sus actividades, pensamientos, deseos, alegrías, sufrimientos, y aun el mismo reposo y sueño".
Es la oración en la vida, o la contemplación en la acción. Y en esto san José es considerado un maestro. En él la oración no es una actividad más que se superpone o se suma a otras sino algo que le define, porque su vida -una vida con Jesús- se ha vuelto alabanza de la gloria de Dios.
"Jesús será siempre tu único modelo y la fuente que unificará tu oración y tu vida. Ante tus ojos da él testimonio de una perfecta armonía entre su vida y su enseñanza, entre su intimidad con el Padre y su amor a los hombres, entre su oración y su acción. Cuanto más estés unido a él, más estarás en el corazón del Padre y en el corazón del mundo y de los hombres. En una palabra, hagas lo que hagas, estarás en continua oración. (...) El que llega a esta profundidad de oración (...) descubre la presencia y el poder del resucitado que obran en el corazón del mundo y de cada hombre, y puede vivir la ternura de Dios".
Jean Lafrance, "Dime una palabra"
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