Este pesebre me lo regaló mi amiga Marina Guillén en marzo de 2019. Es un pequeño retablo ayacuchano y lo trajo de San Pedro de Atacama, en el norte de Chile, puerta de entrada al gran desierto de Atacama, el más árido del mundo, según dicen, y uno de los mejores lugares del planeta para observar el cielo.
Es un sitio inhóspito, como gran parte de los cerca de 50 millones de kilómetros cuadrados de áreas desérticas que cubre un tercio de la superficie terrestre.
Árido, desolado, escaso en agua y alimentos, el desierto representa un desafío para el ser humano: le enfrenta a su vulnerabilidad, sus límites, su soledad, sus necesidades más esenciales y profundas.
La palabra "desierto" viene del latín "desertus" y significa "abandonado".
Es, sin duda, un ámbito temido porque, a priori, parece que no hay nada bueno en el desierto y que incluso representa una amenaza para la supervivencia humana.
Sin embargo, el desierto ocupa un lugar de privilegio en la gran historia de amor de Dios con los hombres.
Cuando el pueblo de Israel salió de la esclavitud de Egipto, pasó cuarenta años peregrinando en el desierto antes de entrar en la tierra prometida. Dios forjó a su pueblo en una larga travesía por el desierto. Allí aprendieron a escuchar a Dios, a hacer experiencia de encuentro con Él, a que se dan pasos verdaderos y no en falso sólo cuando se dejan guiar por Dios, cuando Él va adelante. Aprendieron a confiar, a que solo Dios podía darles sustento en un medio tan hostil.
Como a su pueblo, Dios se nos revela como tal cuando somos conducidos a la "tierra de estepas y barrancas, tierra árida y tenebrosa, tierra sin habitantes y por donde no transita nadie" (Jeremías 2, 6). En las experiencias de precariedad, de incertidumbre, de debilidad y de despojo, la soledad y el silencio nos llevan a descubrir a Dios, a darnos cuenta de que Él no nos ha abandonado, a escuchar lo que tiene para decirnos, a dejarnos sostener, guiar y amar por Él...
Es, ciertamente, un proceso vital, un camino de crecimiento y maduración en la fe.
En el desierto, cuando Israel daba sus primeros pasos, Dios lo amó como a un "niño". Lo trataba con ternura, le enseñaba a caminar sujetándolo de los brazos, le ponía en las manos el alimento. "Pero ellos no entendieron que yo cuidaba de ellos", se lamenta Dios en el libro de Oseas.
Aún así, "Tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto" (Nehemías 9,19).
Dios sabe de nuestra inmadurez y no baja los brazos. Insiste, como buen enamorado. "Por eso ahora la voy a conquistar, la llevaré al desierto y allí le hablaré a su corazón. Aquel día, dice Dios, ya no me llamarás más «Señor mío», sino que me dirás «Esposo mío»" (Oseas 2, 16 y 18). Es en la intimidad de la "tienda del encuentro" levantada en medio del desierto donde descubrimos el amor que Dios nos tiene, nos deja ver su rostro y sellamos "alianza" con Él.
Al final del largo camino por el desierto descubriremos que hasta en las noches más oscuras de nuestra existencia Dios estuvo a nuestro lado sosteniendo nuestra vida. "Piensen que Dios nos ha bendecido en todas nuestras obras; Él había previsto nuestro camino por el desierto y hace ya cuarenta años que Dios está con ustedes, sin que nada les haya faltado" (Deuteronomio 2, 7).
Pero allí no queda todo. El desierto encierra una promesa de conversión, de transformación total: la promesa de la Vida verdadera, la auténtica "tierra prometida" que es la Vida misma de Cristo.
Cuando el profeta Isaías anunció la venida del Mesías, dijo: "Una voz clama: 'Abran el camino a Dios en el desierto; en la estepa tracen una senda para Dios'" (Isaías 40, 3). Y describió un desierto transfigurado en pradera de flores. ¡Esa es la fecundidad que la Vida verdadera de Dios trae a nuestra vida tras la experiencia de maduración en la fe y en el amor forjada en el desierto!
"Que se alegren el desierto y la tierra seca, que con flores se alegre la pradera. Que se llene de flores como junquillos, que salte y cante de contenta, pues le han regalado el esplendor del Líbano y el brillo del Carmelo y del Sarón. Ellos a su vez verán el esplendor de Dios, todo el brillo de nuestro Dios" (Isaías 35, 1-2).
Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo muy amado al "desierto" de nuestra humanidad y éste se llenó de Vida nueva.
En el desierto de Atacama, el más árido del planeta y de donde viene este hermoso pesebre, el Creador, con su bello y singular lenguaje, escribe una metáfora de lo que es capaz de hacer en nuestra tierra árida.
Cada tanto, el desierto de Atacama, donde no llueve casi nunca y el verdor es escasísimo, se tapiza de una multitud de flores de los más diversos colores. Lo llaman el "desierto florido", un prodigio que los expertos atribuyen al fenómeno climático de... El Niño!
¡Qué bello habla el Señor!
Te deseo que el Niño Dios nazca en tu desierto y lo haga florecer.
Ah, pero qué reflexión tan edificante!!! Bendiciones desde Córdoba, Natalia!
ResponderEliminarGracias, Fabiela... Dios te bendiga!
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