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#236 Vengan a mi


Este Niño, hecho en resina, de la marca Domine, me lo regaló en diciembre de 2017 mi mamá, quien lo compró en la tienda Nuestra Señora del Carmelo, de Buenos Aires.
Es hermoso. ¡Encantador! Y tiene sus brazos abiertos, como quien llama, quien pide que se acerquen a Él, como quien da la bienvenida a la cercanía, al abrazo...
"Vengan...", parece decirnos con este gesto el Niño, que no habla aún, pero que, ya de entrada, conjuga el verbo que tantas veces saldrá de sus labios: "Vengan y lo verán", "vengan a mí los que están cansados", "vengan ustedes solos a un lugar desierto", "ven y sígueme", "ven", "vengan a comer"... "síganme y yo los haré pescadores de hombres", "sígueme", "tú sígueme"...
Santa Teresa Benedicta de la Cruz -Edith Stein- medita sobre esta imagen de Jesús, en el pesebre, con sus brazos abiertos, invitando a los que son "como niños" a integrar el "séquito" del Hijo de Dios hecho hombre:
"El Niño del pesebre extiende sus bracitos y su sonrisa parece predecir lo que más tarde pronunciarán los labios del hombre:
'Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré' (Mt 11,28). A aquellos que escucharon su llamada, a los pobres pastores, a quienes el resplandecer del cielo y la voz de los ángeles les anunciaron la buena noticia en los campos de Belén y que, poniéndose en camino, respondieron a esa llamada diciendo: 'Vamos a Belén' (Lc 2,15); también a los reyes que desde el lejano Oriente habían seguido con fe sencilla la maravillosa estrella, a todos ellos les fue derramado el rocío de la gracia que emanaba de las manos del pequeño Niño y fueron 'colmados de un gran gozo' (Mt 2,10).
Esas manos conceden y exigen al mismo tiempo: vosotros sabios, deponed vuestra sabiduría y haceos sencillos como los niños; los reyes, entregad vuestras coronas y tesoros e inclinaos humildemente ante el Rey de los Reyes y aceptad sin titubeos los trabajos, penas y sufrimientos que su servicio exige. De vosotros niños (los Santos Inocentes), que no podéis dar nada todavía voluntariamente, de vosotros toman las manos del Niño Jesús la ternura de vuestra vida, antes casi de que haya comenzado. Ella no podría ser mejor empleada que en el sacrificio por el Señor dela Vida.
¡Sígueme! De esa manera se expresan las manos del Niño, como más tarde lo harán los labios del hombre (Mc 1,17). Así hablaron sus labios al discípulo que el Señor amaba y que ahora también pertenece a su séquito. El mismo Juan, el más joven de todos, el discípulo con corazón de niño, lo siguió sin preguntar a dónde o para qué. Abandonó la barca de su padre y siguió al Señor por todos sus caminos hasta la cumbre misma del Gólgota.
¡Sígueme! Lo mismo hizo también Esteban. Siguió los pasos del Señor en la lucha contra el poder de las tinieblas y contra el enceguecimiento de la incredulidad empedernida; finalmente dio testimonio de Él con su palabra y con su sangre. Lo siguió también en el espíritu; en el espíritu de Amor que combate el pecado, pero que ama al pecador y que, aún frente a la muerte, intercede ante Dios por sus asesinos.
Estas son las figuras de la luz que se arrodillan en torno al pesebre: los tiernos niños inocentes, los fieles pastores, los humildes reyes, san Esteban, el discípulo entusiasta, y Juan, el apóstol del amor. Todos ellos siguieron la llamada del Señor. Frente a ellos se extiende la noche cerrada de la incomprensible dureza de corazón y de la ceguera de espíritu: la de los escribas, que podían señalar con exactitud el momento y el lugar donde el Salvador del mundo habría de nacer, pero que, sin embargo, fueron incapaces de deducir de allí un decidido: 'Vamos a Belén' (Lc 2,15); y la del rey Herodes que quiso quitar la vida al Señor de la Vida.
Frente al Niño recostado en el pesebre se dividen los espíritus. Él es el Rey de los Reyes y Señor sobre la vida y la muerte. Él pronuncia su 'sígueme' y el que no está con Él está contra Él. Él nos lo dice también a nosotros y nos coloca frente a la decisión entre la luz y las tinieblas", concluye Edith Stein.
¡Vengan a mi!


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