Este pesebre lo compré en noviembre de 2017 en una tienda de Buenos Aires. Es una sola pieza de tamaño pequeño, de resina, y el elemento que captó mi atención es la palmera junto a la Sagrada Familia.
Dice el salmo 92 que el justo -el hombre santo- "florecerá como la palmera".
La palmera crece siempre recta, hacia arriba, y llega a desarrollar gran altura. En su sencillez, luce esbelta, majestuosa. Se erige como un faro para quienes están lejos.
Es resistente. Soporta el sol abrasador, la falta de lluvias, los fuertes vientos... puede menearse, pero no se quiebra.
Crece en el desierto, allí donde otros árboles no resisten.
Echa raíces profundas, buscando el agua que le da vida.
Regala su sombra y es fuente de alimento para otros...
Da flores muy peculiares, de dulce aroma en algunas variedades, flores que, a su vez, dan paso a las semillas.
Suelen ser muy longevas y, muchas veces, dan mejor fruto en la vejez.
Incluso hay una variedad de palmera en Madagascar, la Tahina spectabilis, que florece por primera vez a los cien años para morir poco tiempo después...
Estamos llamados a dar fruto: "El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. (...) La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. (...) Los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero" (Juan 15).
Ése es el querer de Dios para cada uno de nosotros, una fecundidad que solo es posible enraizada en Él y alimentada por Él, por su Agua Viva.
Sin embargo, los frutos llegan a su debido tiempo, los tiempos de Dios, que no suelen ser los nuestros. Como la palmera, madurar en el desierto, en la pobreza, bebiendo de una fuente que no vemos, sin frutos aparentes a la vista, permaneciendo allí, día tras día, noche tras noche, requiere la firmeza de la fe.
El beato Carlos de Foucauld (1858-1916) llegó a sentirse así, como una palmera que bebe del Agua Viva pero sin fruto aparente, una pobreza que solo se convierte en bienaventuranza gracias a la fe en la Palabra del Dios que tanto nos ama.
Desde esa pobreza, que suele ser tan fecunda a los ojos de Dios, Foucauld ora con el Salmo 1, en el que se llama "feliz" al hombre que "se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche": "El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien" (Salmo,1, 1--3).
Foucauld deja que esta Palabra resuene en su interior y surge esta oración: "Dios mío, Tú me dices que seré dichoso, dichoso con verdadera felicidad, dichoso el último día; que a pesar de ser tan miserable, soy como una palmera plantada al borde de las aguas vivas, de las aguas vivas de la voluntad divina, del amor divino, de la divina gracia, y que daré fruto a su debido tiempo. Dígnate consolarme: me siento sin fruto, me siento sin obras buenas, me digo: 'Me convertí hace once años y ¿qué he hecho? ¿Cuáles son las obras de los santos y cuáles son las mías? Veo mis manos totalmente vacías de bien'. Te dignas consolarme: 'Tú darás fruto a su debido tiempo', me dices… ¿Cuál es ese tiempo? El tiempo de todos es la hora del juicio... Me prometes que, si persisto en la buena voluntad y la lucha, a pesar de verme tan pobre, permitirás que dé frutos en aquella última hora. Y añades: 'Serás un hermoso árbol con hojas eternamente verdes, y todas tus obras prosperarán y darán frutos por la eternidad'. Dios mío, qué bueno eres, que estás divinamente consolando. ¡Oh, Corazón de Jesús, cómo has dictado estas primeras palabras tiernas del libro de los Salmos! Nos dices allí, como dirás un día en Galilea: 'Mi yugo es suave y mi carga ligera'... Gracias, Dios mío, por tus consuelos que nuestros pobres corazones necesitan tanto".
Dice el salmo 92 que el justo -el hombre santo- "florecerá como la palmera".
La palmera crece siempre recta, hacia arriba, y llega a desarrollar gran altura. En su sencillez, luce esbelta, majestuosa. Se erige como un faro para quienes están lejos.
Es resistente. Soporta el sol abrasador, la falta de lluvias, los fuertes vientos... puede menearse, pero no se quiebra.
Crece en el desierto, allí donde otros árboles no resisten.
Echa raíces profundas, buscando el agua que le da vida.
Regala su sombra y es fuente de alimento para otros...
Da flores muy peculiares, de dulce aroma en algunas variedades, flores que, a su vez, dan paso a las semillas.
Suelen ser muy longevas y, muchas veces, dan mejor fruto en la vejez.
Incluso hay una variedad de palmera en Madagascar, la Tahina spectabilis, que florece por primera vez a los cien años para morir poco tiempo después...
Estamos llamados a dar fruto: "El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. (...) La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. (...) Los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero" (Juan 15).
Ése es el querer de Dios para cada uno de nosotros, una fecundidad que solo es posible enraizada en Él y alimentada por Él, por su Agua Viva.
Sin embargo, los frutos llegan a su debido tiempo, los tiempos de Dios, que no suelen ser los nuestros. Como la palmera, madurar en el desierto, en la pobreza, bebiendo de una fuente que no vemos, sin frutos aparentes a la vista, permaneciendo allí, día tras día, noche tras noche, requiere la firmeza de la fe.
El beato Carlos de Foucauld (1858-1916) llegó a sentirse así, como una palmera que bebe del Agua Viva pero sin fruto aparente, una pobreza que solo se convierte en bienaventuranza gracias a la fe en la Palabra del Dios que tanto nos ama.
Desde esa pobreza, que suele ser tan fecunda a los ojos de Dios, Foucauld ora con el Salmo 1, en el que se llama "feliz" al hombre que "se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche": "El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien" (Salmo,1, 1--3).
Foucauld deja que esta Palabra resuene en su interior y surge esta oración: "Dios mío, Tú me dices que seré dichoso, dichoso con verdadera felicidad, dichoso el último día; que a pesar de ser tan miserable, soy como una palmera plantada al borde de las aguas vivas, de las aguas vivas de la voluntad divina, del amor divino, de la divina gracia, y que daré fruto a su debido tiempo. Dígnate consolarme: me siento sin fruto, me siento sin obras buenas, me digo: 'Me convertí hace once años y ¿qué he hecho? ¿Cuáles son las obras de los santos y cuáles son las mías? Veo mis manos totalmente vacías de bien'. Te dignas consolarme: 'Tú darás fruto a su debido tiempo', me dices… ¿Cuál es ese tiempo? El tiempo de todos es la hora del juicio... Me prometes que, si persisto en la buena voluntad y la lucha, a pesar de verme tan pobre, permitirás que dé frutos en aquella última hora. Y añades: 'Serás un hermoso árbol con hojas eternamente verdes, y todas tus obras prosperarán y darán frutos por la eternidad'. Dios mío, qué bueno eres, que estás divinamente consolando. ¡Oh, Corazón de Jesús, cómo has dictado estas primeras palabras tiernas del libro de los Salmos! Nos dices allí, como dirás un día en Galilea: 'Mi yugo es suave y mi carga ligera'... Gracias, Dios mío, por tus consuelos que nuestros pobres corazones necesitan tanto".
"En la palmera se simboliza la sublimidad;
quizá porque en sus últimos brotes es hermosa;
y así vayas a sus raíces en la tierra, que es su comienzo,
y sigas hasta su cima, donde tiene toda su hermosura.
Su raíz se la ve tosca en la tierra, pero su copa es hermosa en lo alto.
Así también será tu hermosura al final.
Sea firme tu raíz; pero nuestra raíz se halla en lo alto.
Nuestra raíz es Cristo".
San Agustín de Hipona,
sermón en la Cuaresma de 412
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