Este pesebre me lo regalaron en octubre de 2017 Teresa y Susana Gargiulo, dueñas de "la casa del pesebre".
Es de arcilla, de siete piezas, en estilo andino, y las figuras tienen rostros muy expresivos, pero lo más llamativo para mi es la completa desnudez del Niño Jesús y los pies descalzos de quienes le adoran.
Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, nace desnudo. Y también muere, en la Cruz, desnudo. Una desnudez de hondo significado, que nos remite a aquella "inocencia original", antes de la caída. La desnudez revela la verdad del ser y, en la plena amistad con Dios, no cabía la vergüenza de ser vistos por el Padre tal cual éramos, porque nuestra desnudez hablaba de la hermosura de nuestra gracia original.
La desnudez del Niño nos recuerda la belleza y pureza de esa inocencia original que perdimos por el pecado. Pero también nos habla de cómo el Hijo, que gozaba de gloria junto al Padre antes que el mundo existiera, quiso venir a habitar entre nosotros despojado de su vestidura real: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos" (Filipenses 2, 6-7).
Y ese despojo llegó al extremo en la Cruz, donde Jesús, desnudo -una desnudez que sus verdugos infligían como castigo vergonzante-, reveló la verdad de su ser: el Amor totalmente entregado que redime y nos devuelve la inocencia. En esa desnudez extrema, Cristo nos regala su vestidura real: la de los hijos de Dios.
Esto es un misterio de amor muy, muy grande... grande como una montaña... como la montaña de Dios.
Como a Moisés, que en el Horeb se siente llamado por su nombre, atraído, a acercarse a mirar, a contemplar, el misterio de Dios, también se nos advierte: "No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa" (Éxodo 3, 5).
Descalzarse es la actitud de quien reconoce estar ante el misterio de Dios, de quien descubre su Presencia y le adora. Y no podemos asomarnos a la tierra santa de la desnudez de Cristo sin, por lo menos, desnudar nuestros pies.
Hay en esta descalcez algo, al menos en deseo e intención, de aquella inocencia original. Los pies desnudos hablan de humildad, de sencillez, de pobreza. Los pies desnudos recuerdan los pasos infantiles, la pureza de los niños. Y Dios solo se revela a los que son como éstos: "Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios" (Mateo 5, 8). "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños" (Mateo 11, 25).
Si no nos descalzamos, si no dejamos a un lado las sandalias y todo su polvo acumulado por el camino, nunca entraremos en contacto directo con la tierra santa de la desnudez de nuestro Dios, de la verdad de su Ser y de nuestro ser.
¡Bendita desnudez que nos invita a la descalcez!
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