Me la regaló junto con una hermosa tarjeta, también con las imágenes de José, María y el Niño. En el reverso, escribió esta dedicatoria: "Para que cuando la uses, todo el mundo pueda ver el pesebre que llevas en el corazón".
¡Qué augurio más hermoso, de los más bellos que me han dicho!
A quien esté leyendo estas líneas, también le auguro lo mismo: quiera Dios que algún día, por su gracia, quien nos vea no nos vea a nosotros sino a Quien habita en nosotros. Que seamos pesebre y que de esa riqueza hable nuestro ser...
Hubo una tal Ana -sí, como la que me regaló la medalla- que así vivió.
Su vida, una larga vida, fue primero un camino de espera, de fidelidad en la fe, de oración continua, porque creía en la promesa de Dios a su pueblo.
Así, esta Ana, una viuda, "profetisa" -mujer consagrada a Dios e intérprete de sus designios-, "hija de Fanuel, de la tribu de Aser", que "no se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones" (Lucas 2), se fue volviendo pesebre para acoger, a sus 84 años, la novedad de Dios.
Y un día, finalmente, Jesús llegó a su vida. Y dice el Evangelio que Ana, dando gracias a Dios, "hablaba a todos del Niño".
Fue tanto el gozo de ver cumplida la antigua promesa, de tener ante sus ojos al Salvador tan esperado, que esa alegría no pudo contenerla dentro de sí: a todos hablaba del Niño...
No sabemos más de Ana, pero el Evangelio nos deja su camino como invitación: que nuestra vida entera solo hable de Él.
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