Este pesebre me lo regaló papá, quien lo compró en Miraflores, Lima, Perú, en noviembre de 2014.
Es un retablo ayacuchano, una de las expresiones más típicas de la artesanía peruana.
Se trata de un cajón de madera, con puertas, pintado a mano con motivos florales, y dentro las figuras del pesebre hechas en pasta.La escena es la de la Epifanía, la manifestación del Señor a los Reyes y los pastores.
Hay una explosión de color, que a su modo habla de lo inefable de este momento. Hay ángeles, un cielo que parece abrirse... Hasta esos rayos vestidos de plata y oro, como una señal del Padre indicando quién es su Hijo muy amado, como en el Jordán, como en el Tabor...
Y todo ello contenido en un cajoncito muy humilde, que, cerrado, por fuera, no resulta siquiera atractivo...
Dios a veces regala la gracia especialísima de manifestársenos de un modo sublime, imborrable, epifánico... como a quien se le abren de par en par, ante sus ojos asombrados, las puertas de este retablo.
Pero mayormente la presencia de Dios es serena, silenciosa, incluso puede parecer escondida... como la brisa suave que acarició al profeta Elías... como el tesoro guardado en este cajoncito, que está allí dentro, aunque no lo podamos ver si las puertas permanecen cerradas...
Este retablo me recuerda al sagrario. Y al mismo misterio de la Eucaristía: "Rendido a Ti te adoro, oculta deidad, que bajo esta forma en verdad estás", canta santo Tomás de Aquino en su himno "Adoro te devote".
También me recuerda a la imagen del castillo interior de la que santa Teresa de Jesús se sirve para explicar que estamos habitados por Dios.
Un Dios escondido, pero que anhela ser buscado y que se deja encontrar por quien le rastrea con fe en medio del silencio, de la oscuridad de la noche, de la soledad del desierto... Allí donde seamos Belén, donde reconozcamos la pobreza de nuestro retablo y la riqueza de Quien lo habita, allí se nos regalará su Epifanía.
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