Éste es el pesebre de mi parroquia, San Carlos y Basílica de María Auxiliadora, de Buenos Aires, para la Navidad de 2018. Es enorme, ocupa uno de los altares laterales -y un poco más- y tiene hasta bancos para sentarse o arrodillarse y sentirse dentro de la escena del nacimiento y orar, como un pastor más de los que están allí en torno a Jesús. Para mí, éste es uno de los mensajes más potentes del pesebre de este año: la invitación a ser parte, a integrarse a otros que, como un todo, están -son comunidad- con Jesús en medio. Estamos llamados a vivir una relación personal y estrecha de amistad con Dios, pero la fe y el amor, si verdaderos, no se quedan encerrados en una vivencia intimista que excluye a los demás. Dios ha querido encarnarse y ser parte de nuestra humanidad en un pueblo concreto, una familia concreta, una comunidad de discípulos concreta. La fe y el amor se expresan en nuestra pertenencia a una comunidad eclesial concreta, con hermanos con nombre propio. Es allí
«Vayamos hasta Belén y veamos lo que ha sucedido» (Lc 2, 15).