Este pesebre me lo regaló mi mamá en diciembre de 2015. Es muy sencillo, pequeño, hecho de cartón y con un imán. La imagen es también muy simple: José, María y el Niño en el pesebre. Y una gran estrella, la que condujo a los magos de Oriente hasta la gruta de Belén.
La luz de aquella estrella tenía un propósito: señalar el sitio exacto en donde encontrar a Jesús, guiar hasta ese punto a los adoradores. "Hemos visto su estrella y venimos a adorarle" (Mateo 2, 2).
La luz de la estrella de Belén me recuerda la luz que hoy también guía a los adoradores hasta el sitio donde está Jesús: es la luz de la lámpara que siempre se encuentra junto al sagrario.
Jesús está igual de presente hoy en el sagrario que hace veintiún siglos en el pesebre de Belén. Es el mismo: su mismo Cuerpo, su misma Sangre, su misma Alma y su Divinidad. Y con un abajamiento muy similar, entonces como un débil niño, hoy como una simple hostia.
Llama la atención del relato de los magos que, siguiendo la estrella y llegados al destino, la pobreza de aquella escena no les hizo dudar de que aquel niño era el Rey que buscaban con el solo fin de adorarle.
Simplemente se dejaron guiar por esa luz, avanzaron, hallaron a Quien buscaban y lo adoraron.
Hoy también una luz brilla junto a cada sagrario para señalar que allí está presente Jesús e invitar a adorarle.
Es una luz que nunca deja de brillar... que nunca deja de dar testimonio... que nunca deja de invitar a la oración. Y así se vuelve también imagen del verdadero orante, del adorador que, tan solo con su presencia junto al sagrario, es lampara viviente que señala que allí está su Señor e invita a otros a adorar a Dios...
San Luis Orione (1872-1940) contemplaba la lámpara junto al sagrario como una privilegiada que consumía su vida junto a Jesús.
Traduzco y comparto aquí unas líneas que brotaron en el corazón de Don Orione como fruto de una experiencia que tuvo siendo un joven seminarista, cuando lo emplearon como cuidador en la catedral de Tortona (Italia). Su humilde habitación, en lo alto del templo, tenía una pequeña ventana desde la que divisaba la luz de la lámpara junto al sagrario. De noche, en soledad, oraba con aquella tenue y apacible luz... Y entonces esa lámpara deseaba ser:
"Oh, tú, afortunada, humilde lámpara que siempre velas, consumiéndote delante de mi Jesús.
Habitante de este sitio, pleno de amor, que rodea el Corazón de mi Dios, dime, ¿conoces tú sus latidos ardientes, su inefable dulzura?
Ven, bendita luz, penetra en mi corazón, hasta lo profundo, hasta sus secretas hendiduras... Háblame del Buen Jesús, de su amor.
Tu calor suave y delicado reavivará dulcemente mi espíritu y hará brotar las semillas de las virtudes y el sacrificio.
¡Oh, dulce Jesús, si en mi corazón una llama perenne de amor emulase la vigilante lampara en su arder para Vos, intensamente, hoy, mañana... siempre!
Te veo desde aquí, lámpara querida, resplandecer como una estrella.
¡Cuántas cosas nos da tu antorcha bella que al alma sedienta siempre enseña!
Consumes tu vida junto al altar: tu luz es del amor dulce testimonio.
¡Oh, quién puede imaginar vida más hermosa, quién puede desear vida más querida...!
Delante de Él, que "hiere y consuela", cédeme tu lugar solo por un día o, mejor aún, por una sola noche.
Déjame probar qué delicia es consumir por Él mi vida en el dulce permanecer con Jesús".
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