Este pequeño pesebre, hecho en resina, es de mi amiga Sol Serén. Lo tiene hace unos quince años y se lo regaló una señora, clienta de la farmacia en la que trabajaba.
"Es mi primer y único pesebre", me contó Sol. "Se ríen porque, para Navidad, cuando digo que voy a armar mi pesebre, ¡solo tengo que abrirlo!".
Cerrado, es una casa de piedra, donde pueden verse los tres Reyes, con sus regalos en mano, por fuera. Al abrirlo, de un lado está María con el Niño en brazos y, del otro, está José.
Me gusta esta idea de que el pesebre se abre para el intercambio de regalos. La Sagrada Familia, a la que le han cerrado las puertas en Belén, "abre" el pesebre para recibir los "regalos" de los Magos. Pero, en esta apertura, son los Reyes quienes terminan recibiendo el mayor regalo: ser testigos del grandioso misterio del nacimiento del Dios hecho Hombre en un pobre pesebre...
Abrir... para dar y recibir.
Éste mismo pesebre es un regalo dado y recibido. De alguien que quiso "regalar" lo más valioso que descubrió, escondido bajo la apariencia de un objeto pequeño y sencillo como éste. A alguien que, al aceptar el regalo, abrió su hogar al don de la dulce presencia del Niño.
Hay un detalle más en este pesebre: es una casa de piedra. Pero al abrirlo, todo rastro de dureza, toda apariencia de fortaleza infranqueable desaparece... Porque, al abrirlo, lo que descubrimos en el "corazón" de este pesebre es el misterio de la Divinidad encarnada.
A veces rodeamos nuestro corazón con una muralla de piedras y no nos abrimos del todo a Dios. Pero su ternura, la dulzura del Niño, termina por vencer toda resistencia para hacer de nuestro corazón un pesebre. Jesús quiere regalársenos, nacer allí, en medio de nuestra pobreza y nuestra pequeñez... y dar Vida nueva a nuestro corazón.
"Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (Ezequiel 36, 26).
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