Este pesebre me lo regaló mi amiga Marina Guillén en marzo de 2019. Es un pequeño retablo ayacuchano y lo trajo de San Pedro de Atacama, en el norte de Chile, puerta de entrada al gran desierto de Atacama, el más árido del mundo, según dicen, y uno de los mejores lugares del planeta para observar el cielo. Es un sitio inhóspito, como gran parte de los cerca de 50 millones de kilómetros cuadrados de áreas desérticas que cubre un tercio de la superficie terrestre. Árido, desolado, escaso en agua y alimentos, el desierto representa un desafío para el ser humano: le enfrenta a su vulnerabilidad, sus límites, su soledad, sus necesidades más esenciales y profundas. La palabra "desierto" viene del latín "desertus" y significa "abandonado". Es, sin duda, un ámbito temido porque, a priori, parece que no hay nada bueno en el desierto y que incluso representa una amenaza para la supervivencia humana. Sin embargo, el desierto ocupa un lugar de privilegio en la gran
«Vayamos hasta Belén y veamos lo que ha sucedido» (Lc 2, 15).