Una mañana de juno de 2024 salía de una iglesia en Buenos Aires y me encontré con este pesebre en una mesita del fondo, abandonado.
Una figura preciosa, aunque le faltaba la base y no podía sostenerse. Se ve que se cayó y se dañó y quien lo tenía, quizás por no tirar a la basura un objeto religioso, optó por dejarlo en una iglesia.
"Pero yo no te abandonaré"; pensé.
Pregunté a alguien de la iglesia si me lo podía llevar y me dijo que sí.
Mi papá me ayudó a restaurarlo y yo lo considero un regalo.
Este pesebre me recuerda la existencial y profunda experiencia del abandono por la que todos, de un modo u otro, tarde o temprano, pasamos.Como las cachaduras que todavía conserva este pesebre, nosotros también cargamos con heridas de abandono. Ellas, sin embargo, no quitan ni merman nuestra belleza.
Por eso, este pesebre no solo me recuerda el trance doloroso y oscuro del abandono sino también la experiencia luminosa del rescate: alguien ve y ama nuestra belleza. Y ese alguien es Dios.
La historia de Dios con su pueblo, la historia de la humanidad con su Creador y nuestra misma historia personal con el Señor es una historia en la que las heridas, la soledad, el abandono, el pecado, la muerte y el mal no tienen en absoluto la última palabra: Dios no sólo no nos abandona sino que, encarnado, asume nuestra misma humanidad, incluso hasta la experiencia del abandono en la cruz.
Dios no nos deja librados a nuestra suerte: nos rescata, nos sana, nos restaura, nos embellece, nos salva.
"Yo estaré contigo... no te dejaré ni te abandonaré" (Josué 1, 5).
"Nadie se compadeció de ti, sino que fuiste arrojada en pleno campo... Yo pasé junto a ti, te vi y entonces te dije: «Vive y crece como un retoño del campo»... Yo pasé junto a ti y te vi... hice una alianza contigo y tú fuiste mía" (Ezequiel 16, 5-8).
"¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis mano" (Isaías 49, 15-16).
"Serás una espléndida corona en la mano del Señor, una diadema real en las palmas de tu Dios. No te dirán más «¡Abandonada!», sino que te llamarán «Mi deleite»" (Isaías 62, 3-4).
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