Una mañana de juno de 2024 salía de una iglesia en Buenos Aires y me encontré con este pesebre en una mesita del fondo, abandonado. Una figura preciosa, aunque le faltaba la base y no podía sostenerse. Se ve que se cayó y se dañó y quien lo tenía, quizás por no tirar a la basura un objeto religioso, optó por dejarlo en una iglesia. "Pero yo no te abandonaré"; pensé. Pregunté a alguien de la iglesia si me lo podía llevar y me dijo que sí. Mi papá me ayudó a restaurarlo y yo lo considero un regalo. Este pesebre me recuerda la existencial y profunda experiencia del abandono por la que todos, de un modo u otro, tarde o temprano, pasamos.Como las cachaduras que todavía conserva este pesebre, nosotros también cargamos con heridas de abandono. Ellas, sin embargo, no quitan ni merman nuestra belleza. Por eso, este pesebre no solo me recuerda el trance doloroso y oscuro del abandono sino también la experiencia luminosa del rescate: alguien ve y ama nuestra belleza. Y ese alguien...
«Vayamos hasta Belén y veamos lo que ha sucedido» (Lc 2, 15).